sábado, 4 de agosto de 2018

Rosas, cumpleaños y lluvias de verano


Existen una infinidad de maneras de disfrutar el verano: quedarse en casa tomando el Sol, ir a la playa de tu ciudad a tomar el Sol, ir a la playa de la ciudad de al lado a tomar el Sol o no tomar el Sol porque el verano te da grimilla.

Siento decir que el verano, para mí, es una de aquellas etapas en las que no suele pasar nada bueno: comer mal, a destiempo, beber mucho e hidratarse poco, pelarse cual lagarto y correr el gran riesgo de toparse con el Sol y sus rayos radioactivos de cara en pleno mediodía.

Siempre toda la ilusión comienza a partir de septiembre, mes en el que los días nublados suelen ser más abundantes y las lluvias comienzan a asomarse por los patios de algunos despistados que siguen apurando la sangría que no se terminaron en agosto. Temporada en la que las noches suelen refrescar más y los jerséis finos empiezan a volver a ocupar la silla del escritorio, que más que silla acostumbra a ser el armario de las cosas que te sueles poner más a menudo.

Aquellos días en los que decides que ya es hora de empezar a sacar el edredón porque aunque vayas a dormir desnudo igual, la tela fresca por la bajada de temperaturas durante la noche es sinónimo de un abrazo cariñoso después de un largo día.

El llegar a casa después de trabajar y calentarte un té, una sopa, una bañera. El calor de la estufa y de los abrazos. El volver a notar la nariz después de una severa congelación y las ganas de escaparse a rincones nevados.

Tenía muy claro que durante estos meses de verano anhelaría aquella temporada. Viviría enganchada al calendario, poniendo una cruz a cada día que pasaba, deseando que llegara mi cumpleaños, porque eso significaría que sólo quedarían 29 días más para acabar oficialmente agosto.

Pero de nuevo hay ocasiones en las que el viento cambia su rumbo. Ya no existe aquella brisa caliente que agita algún que otro mechón cuando el Sol se va por el día. Ya no hay más “baja la ventanilla, que hay airecillo”, ya no hay más moverse al son del ventilador para no perderse ni uno de sus suspiros calientes que te cagas.

De repente hace Sol, y llueve, y nieva, y vuelve a hacer calor. Que aunque en tu entorno vivas en verano y la temperatura y clima sean exactamente lo mismo día tras día, en tu cabeza se acontece otra estación que todavía no se ha descubierto, viviendo fenómenos naturales con sus correspondientes catástrofes con quien todavía nadie ha dado. Catástrofes que, tal y como su propio nombre indica, destruyen y absorben todo lo que se encuentra en su camino pero que, a simple vista, son lo más maravilloso que jamás podrías llegar a creer que verías.

Y con el transcurso de los días te das cuenta de que aquellas catástrofes cada vez ocupan más lugar en tu cabeza, que cada vez las admiras más y que, de alguna manera, cada día sientes más necesidad de verlas hacer su magia, siguiendo su curso incontrolable, fieles a su propia naturaleza. Y el verano cambia de color. Te sigue dando asco ir a la playa pero la sensación es muy distinta. Ya no ahoga, el ventilador ya no molesta y el pelo en la cara por la brisa ya no importa. Porque te das cuenta de que es como debe ser. De que es como siempre debería haber sido.

Solemos cometer el error de pensar que podemos ser capaces de predecir cuándo vendrá la tormenta sólo porque se está empezando a nublar, sin tener en cuenta que estas nubes no tienen por qué traer agua con ellas, así como pensar que es sólo durante los meses de invierno el momento en el que puede ocurrir la magia solo porque es la estación del año favorita. Y lo cierto es que la magia es magia porque simplemente sucede. Porque no lo esperas y porque, al igual que cualquier catástrofe natural, revuelve tus entrañas sin tener mucha idea de qué exactamente sentir al respecto.

Y supongo que ahí está la gracia. Parar de pensar en la tormenta y dejar que la lluvia caiga sobre nuestros hombros, de mirar la previsión del tiempo y dejarnos arrastrar por el huracán, sintiéndolo de cerca y temiéndolo. Tenerle miedo pero quedar maravillados por su grandeza a la vez.

Y dejarnos llevar. Dejarnos llevar porque hay cosas que por mucho que nos empeñemos en controlar, se escaparán siempre de la punta de nuestros dedos. Y tal vez es como debe ser. Tal vez es como siempre debería de haber sido.


¡Pasta la vista, babies!💋



Lai

viernes, 6 de julio de 2018

Canciones que siguen sonando


Alguien una vez me contó acerca de la Leyenda del Hilo Rojo, que hablaba sobre que aquellas personas que estuvieran unidas por un hilo rojo invisible estaban destinadas a estar juntas, sin importar cómo de lejos o cómo de difícil sería conseguirlo. Porque aquel hilo no se rompería jamás.

Y me lo creí. Me lo creí hasta tal punto de poder llegar a sentir que todo lo que ocurre a nuestro alrededor, aunque parezca mentira, es un pequeño empujón más para llegar a aquella persona.

Con el tiempo entendí que estas cosas no sólo ocurren con quien estamos destinados a encontrarnos, sino con todo lo que configura nuestro “yo”. Todo aquello que vivimos, todas aquellas experiencias que adquirimos, es aquello que va a acabar constituyendo nuestra esencia, y por eso mismo creo que todo aquello que ocurre es porque tiene su motivo de ser, y que todo lo malo es para que lo bueno sea también.

Muchas veces la vida tiene esta tendencia caprichosa de alejar de nuestro alcance lo que creemos que nos hace bien y que nos llena y la maldecimos hasta llegar al punto de dejar de creer, de sentir que estamos destinados a morder el polvo, pensando que todo lo bueno que nos ocurre no tiene sentido si algo malo va a venir después.

Pero, ¿qué pasa cuando el destino te devuelve aquello que te ha sido arrebatado y es incluso mejor de cómo fue cuando una vez lo tuviste?, ¿qué pasa cuando lo nuevo resulta tan familiar que hasta estremece?, ¿qué podemos darle al destino más allá de las gracias? Cuando creías que no volverías a escuchar jamás una canción que se pausó hace años, pero de repente vuelve a sonar y recuerdas que era tu favorita, ¿dónde quedan las ganas de dejar de creer en la magia?

 “Dios aprieta, pero no ahoga”, dicen. Si bien no me considero una persona demasiado creyente, sí siento que existe un algo que nos acaricia el hombro de vez en cuando y nos dice algo como: “venga, hombre, que tampoco es para tanto”.

Y tal vez no lo sea. Tal vez nos empeñemos tanto en ver que las cosas no están saliendo como planeamos que no vemos que lo que tenemos delante es incluso mejor de lo que podríamos llegar a esperar y que la vida no gana nada haciéndonos miserables, que cada uno siembra lo que cosecha y, si algunas temporadas son más flojas que otras, tal vez sea porque necesitamos un poco más de tiempo y de dejar que la tierra se amolde bajo nuestros pies.

El tiempo pone a cada uno en el lugar al que pertenece, que si todo fuera tan fácil como buscar y encontrar perderíamos gran parte del motivo que nos hace vivir en lugar de existir y que las cosas siempre tienen su modo de operar e influir en todo aquello que nos rodea. Creo que la vida debe mover todos los colores antes de sentarnos al lado del rojo, que los hilos se entrelazan entre sí y que, hayas cosechado poco o no, jamás dejarás de tener algo para comer.

¡Pasta la vista, babies!💋


Lai



lunes, 25 de junio de 2018

Pinturas y encuentros



Una vez leí que Van Gogh solía ingerir pintura amarilla porque la asociaba como un color alegre, con el pensamiento de que, de esta forma, el brillo del color pudiera hacerle brillar a él también.

En ese momento le juzgué, y lo primero que hice fue echarle la culpa a la ausencia de su cordura, pero, ¿acaso no hacemos nosotros lo mismo? El alcohol para olvidar, las drogas para salir de la cárcel en la que creemos que estamos retenidos… las personas para que nos hagan lo felices que no somos capaces de hacernos a nosotros mismos.

Nos aferramos a las cosas que nos hacen sentir bien, por muy tóxicas que puedan resultar, porque simplemente no somos capaces de ver más allá. O no queremos. Nos aterra el hecho de que, si seguimos caminando, podríamos llegar a encontrar algo más sano, algo mejor, algo que nos llene y nos haga crecer porque, al mismo tiempo, podríamos no llegar a encontrar nada.

Sin entender que nada, también es algo bueno.

Cuando no encuentras nada lo único que te queda eres tú. Y tú eres más que suficiente. Vivimos a base de códigos, de hábitos, de pilotos automáticos. Las cosas que son buenas, son buenas, y las cosas que son malas, malas, cuando jamás es así. Todo es relativo en los ojos de quien busca ver más allá, y tenemos que aprender a entender que lo que tiene que ser, será y lo que no ha podido ser, es porque no debía de haber sido, por mucho empeño y deseo que hayamos depositado en ello. Porque a veces es mejor así y, porque a veces, sólo con el esfuerzo invertido ya basta para hacernos mejor de lo que éramos cuando empezamos.

Que no hay vidas nuevas en los años nuevos, que vas a arrastrar contigo la misma vida que llevabas el año anterior, la misma mierda, las mismas personas, tu mismo cuerpo. Los propósitos de enero no sirven para nada. Los lunes no son una mierda porque es el primer día de la semana. Los días de lluvia no son días tristes. Pasar un San Valentín soltero no es porque estás solo.

No es por ponerme en plan ONG, pero si sólo fuéramos conscientes de cuánta gente desearía estar en el lugar en el que te encuentras sólo porque te estás levantando un lunes de mierda para ir a trabajar… la mala suerte sólo existe para aquellas personas que no son capaces de afrontar su futuro y mucho menos encararse a su presente.

Y da miedo. Da miedo pararte a pensar que igual te levantarás el día de tu 80 cumpleaños pensando que llevas ocho décadas en este Planeta y lo único que has hecho ha sido quejarte de la mala suerte que has tenido en la vida y de lo miserable que te has sentido siempre habitando en tu propia piel. Que lo único que querías era ser feliz y vivir una vida plena, pero que todo acabó cuando te terminaste tu pote de pintura amarilla y no tuviste el valor de levantarte e ir a por más. 


Pasta la vista babies!💋


Lai.