Querría empezar esta entrada
hablándote sobre mi plan de cena del otro día: nunca descongelo el pollo a
tiempo y siempre acabo dándole un toque de deshielo en el microondas – cosa que
dicen que es malo porque el valor nutritivo del alimento se va igual de fugaz
que las Vitaminas del zumo de naranja si lo dejas reposar más de un segundo en la mesa, según todas las madres del mundo.
Ese día fue distinto. Saqué el
pollo del congelador cuatro horas antes de la cena, preparé todo lo que
necesitaba para tenerlo listo – incluso medí las porciones para que me cuadrara
con los macronutrientes - porque iba a ser una cena épicamente sana y a la vez
brutalmente deliciosa.
Acabé un entreno perfecto, de
esos por los que merece la pena vivir y al abrir la nevera, la vi. Tan bonita.
Tan brillante. Con ese tarrito de cristal tan estético. Ese color y cremosidad
que tanto la caracteriza y ese olor que sin necesidad de destaparla se siente,
porque tu corazón recuerda su sabor…
Nutella.
Aparté el pollo, cogí una cuchara
y me pegué el festín de mi vida.
¿Me arrepiento de ello? Sí. ¿Lo
volvería hacer? Oh, sí. Después de repelar el fondo de lo que una vez después
de pasar por el lavaplatos iba a ser un nuevo vaso en la vajilla, mi estómago
no agradeció mucho que dejara el pollo en la nevera muerto del asco, pero oye,
la culpa es del estúpido colon, que no funciona como debería.
Lo que vengo a decir con esto es
que si sientes que lo necesitas, hazlo. Reprimirse es cosa de amargados y te va
a hacer infeliz.
Como he dicho ahí arriba, tengo
una App que me mide los macronutrientes que ingiero en un día para mantener un
control más exacto de lo que me llevo a la boca (ya hablaré de esto más
adelante), pero eso no quita que me reprima y me castigue cada vez que se vaya la dieta un poco de las manos – un poco viene a ser lo mismo que cenar Nutella y de
postre helado, para que nos entendamos.
Bajarse del tren -de forma moderada - es incluso
recomendable para aquellas personas que lo que busquen es perder peso sin
perder también la cabeza. Todos sabemos que es muy difícil vivir sin lo que más
quieres en el mundo.
Esto es algo que también
fácilmente se puede aplicar al día a día. Muchas veces nos vemos obligados y reprimidos a
actuar acorde con lo que los demás esperan o en función a lo que “todo el
mundo” hace. Vivimos con el miedo a ser excluidos y eso no está bien.
Desde que era pequeña viví sin
voz porque temía que lo que pudiera llegar a decir no fuera lo suficientemente
importante como para ser escuchado o simplemente por la cantidad de represalias
que a ello pudiera conducir. Incluso también porque estaba demasiado
acostumbrada a ellas como para que cayeran más. Yo creo que lo de los pingüinos
de la película de Madagascar lo escribieron en mi honor. “Sonreíd y saludad,
chicos, sonreíd y saludad”.
Siempre he creído que lo que nos
hace viejos no es el paso de los años, sino todo lo que hemos vivido y todo por
lo que hemos aprendido. Hay gente mayor que no recuerda la edad que tiene pero
sí aquello que pasó cuando tenía trece años y que le enseñó algo que nunca
jamás llegó a olvidar. Somos una caja de recuerdos andantes y eso es lo que nos
hace especialmente humanos.
Las mejores anécdotas que tenemos están basadas en errores y en cosas que no deberían habernos pasado – al menos
no tan jóvenes -, pero que a la larga se convierten en una de las mejores
batallas, lecciones, o ambas. Creemos que el tiempo no lo cura todo porque no
paramos de medirlo. No paramos de contar el tiempo que pasó desde la desgracia
y no paramos de pensar que aún después de tanto tiempo no hemos pasado página. Nos olvidamos de vivir
con ello y aceptarlo, sin pensar que serán cosas que uno no va a olvidar en la vida.
Por eso haz lo que te dé la gana.
Habla, saca tu voz, ¡critica, joder, que sienta demasiado bien!
¿Quién sabe si el tarro de
Nutella va seguir ahí cuando te decantes por el pollo y después te arrepientas?
¡Pasta la vista, babies!💋
Lai
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminartremen!!
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